Mi vieja mochila
La semana pasada, buscando algo en el altillo de mi armario, encontré entre un par de bolsas una mochila que hacía un siglo que no utilizaba.
Más por nostalgia que otra cosa, la bajé junto con la ropa de nieve, y al verla Virginia, la chica que limpia en casa, me dijo:
–¡que horror! ¡esa mochila está fatal! Le han salido cosas negras y se está deshaciendo….
Bueno, yo toqué esa bolsa y me puse a recordar:
Fue después de irme de Algete, cuando mi vida, mis amigos, mi trabajo, todo lo que hasta ese momento conocía, cambiaron radicalmente.
Entre otras muchas cosas, allí dejé una mochila gigante, de esas que llevan barras laterales, de acampada que se sostenía de pie.
Fui a buscar una sustituta a una tienda de montañismo y la dependienta me comentó que ese tipo de mochilas son pesadas para una mujer, que había nuevos modelos con las mismas prestaciones pero más ligeras y mas ergonómicas.
Me mostró los diferentes tipos, y ¡ahí estaba! ¡Mi súper mochila! Color verde y arena,
Alta, ligera, con montones de bolsillos, con unos tirantes acolchados y cómodos que llevaban una cincha para descargar un poco el peso de mi espalda, con una correa para fijarla en la cintura, y otra pectoral ajustable…. ¡Justo lo que yo necesitaba!
Podía ajustar una tienda de acampar por debajo, instalarle el saco de dormir, y el cuerpo de la mochila se dividía con una cremallera. ¡Que útil! ¡Poder guardar en un lado la ropa limpia y en otro la Sucia!
Todo esto pensaba yo mientras acariciaba la suavidad de su parte posterior y, pese a que valía un montón más de lo que tenía calculado, y en ese tiempo mi economía era menos que mala, haciéndome un regalo, me la compré.
Sería imposible contar las aventuras, los viajes, que he vivido con esa mochila.
Se sabía de memoria la ruta Madrid Granada; encontrar el expreso sierra nevada, cuando llegar a la vía 20 en atocha para coger ese tren, con una maleta, mi bastón y una mochila era poco menos que misión imposible, a cielo abierto, por andenes llenos de ruido, sonidos fuertes, corrientes de aire, justo lo que más desorienta, y acabar en las manos de algún tipo con olor a vino que amablemente me decía dónde estaba el tren.
Mis viajes por todo el mundo con mi mochila: recorrer España con ella, a veces sola, a veces con amigos.
Recuerdo la primera vez que fuimos mi mochila y yo en ave, a finales del 92, sólo por el gusto de probarlo, ya que yo nunca había montado en este tipo de trenes. Madrid, Sevilla, Barcelona, Galicia, país Vasco, Asturias,, Canarias…
Guardaba todo lo que podía necesitar ahí, ya fuera en un fin de semana, o en un mes de vacaciones. Era como el bolso de Mary Poppins, ¡entraba todo! Mi música, mis cintas, mi ropa, mis cosas de aseo, primero el bastón, más adelante los complementos de mi perra….
Viajar a Francia, a Italia, a Alemania, a Argentina, a Cuba, a Israel…. Con mi inseparable mochila.
Dormir con ella en trenes, buses, albergues… usarla de almohada, de asiento, de respaldo, abrazarla en las decepciones o en las despedidas, y bailar con ella en las alegrías.
Ir a buscar a mi primera perra guía, y luego las que vinieron después.
Hacer tres mudanzas de tres casas, sobrecargando tanto sus tirantes como mi espalda, transportando mi vida, mi pequeño mundo a trocitos.
Y ahí estaba mi pobrecita mochila, vieja, desgastada, con su espaldar degradándose, con manchas negras y las cinchas deshilachadas.
Tenía que despedirme de ella, no cabía la menor duda.
Registré por última vez sus bolsillos: aún encontré un par de calcetines, un cepillo del pelo y un paquete de pañuelos de papel.
¿Cómo se despide una de su súper mochila?
Con ella a mi espalda me sentía grande, aventurera, con el universo entero para explorar, ¡y ella nunca me falló!
No he sido lo bastante valiente para dejar en el contenedor, a mi pobre mochila. Mi cobardía me lo ha impedido. Con ella se va más de la mitad de mi vida, con todo lo de apasionante que en ella ha habido.